joie de vivre, work in progress y el cine contemporáneo

El cine ha estado experimentando su propia defunción cada década desde la incorporación del sonido en el celuloide. Los innumerables avances tecnológicos lideran la producción de películas que reformatean el cómo se graba y el qué.

Fotograma de Happy As Lazzaro (2019), Alice Rohrwacher.

En los últimos años, hemos podido presenciar cómo autores bien asentados, como Quentin Tarantino o Damien Chazelle, han reproducido aquella muerte del cine con cierto aire nostálgico hacia lo que ellos consideran el germen de su nacimiento como contadores de historias. Estos funerales, que no son ni mucho menos considerados como apocalípticos ni absolutos para el séptimo arte, nos recuerdan a películas tan clásicas como Cantando bajo la lluvia (1952) en el sentido de que no deja de ser un homenaje de Hollywood, con todo su esmero y, por tanto, toda su índole capital, invirtiendo en quiénes son y regodeándose en su identidad. Encontramos así una serie de películas que son elefante blanco, que se muestran rebosantes de grandilocuencia técnica y aspiraciones temáticas. Estas dimensiones en la producción de largometrajes conlleva un control y un rigor en donde diferentes inversores, la presión del éxito en taquilla y otros, tienen muchas expectativas y se genera una presión en la que, a pesar de crear un cine oda al cine, cuesta ver el propio disfrute de la creación y del rodaje. Parece, incluso, que la vida queda desligada de la realidad, pues la vida no es más que el cine. Sin embargo, personalmente me atrae mucho más la idea de un cine en donde la propia realización del mismo sea un divertimento. El cómo hacer cine se refleja en el resultado materializado en la pantalla. Es por eso que a lo largo de este escrito abordaremos la joie de vivre en un cine contemporáneo. Para ello, es preciso hablar en primer lugar sobre Jean Renoir, quien a lo largo de su carrera cinematográfica ha experimentado el placer de hacer cine y ha conseguido transmitirlo en sus películas.

La obra de Renoir se caracteriza, entre otras muchas cosas, por dejarse sorprender por la realidad. Es François Truffaut (Renoir, 1993) quien sobre La regla del juego (1939) percibe un gran sentimiento de complicidad con el director. No siente estar presenciando un producto terminado, sino que asiste a una película que se está rodando y organizando al mismo tiempo que se proyecta. Truffaut con sus compañeros de Cahier du Cinéma descubrieron el secreto de Renoir. El director huye de las pretensiones de la gran “obra maestra”. Sin embargo, todo lo que no es definitivo ni estático, le beneficia en un trabajo improvisado, voluntariamente inacabado, “abierto”, de manera que los espectadores puedan completarlo, cada uno con su propio ser. Jean Renoir confiesa que la posición autoral, en cierto sentido, flaquea ante él. No es un genio que tiene la palabra, el método, la idea, y lo plasma como desea. Trabaja más desde un equipo, a través de un flujo multidireccional. Él es influenciado por otros cineastas, como Stoheim y Chaplin, por sus productores, de autores adaptados, por sus intérpretes. Y es gracias a este intercambio permanente que nace la obra de treinta y cinco películas, naturales y vivas, modestas y sinceras, sencillas. En palabras del propio Renoir (1993): “El director no es un creador, es una comadrona. Su trabajo consiste en asistir al actor en el parto de un niño que no sospechaba que estaba en su vientre”. En definitiva, dejarse sorprender, llevarse por las corazonadas.

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